martes, 4 de febrero de 2014

SOLTAR

Nunca hagas el amor con ganas de llorar. Cada encuentro en estado casi lacrimoso era una cirugía a corazón abierto. Vacío tras vacío, no sin antes haber protagonizado hartas escenas de boicot, una puede darse por aprendida en el arte de perder y dejar ir. Soltar.

Afortunadamente desaté de mi sombra a todos los hombres que pueda haber amarrado alguna vez, de todas las maneras posibles: tragicómicas, inesperadas como el hipo y amargas podridas como las almendras pasadas.

Una vez hice un pacto de olvido inmediato diciéndole a uno de mis amantes las razones científicas y exactas de por qué no lo elegiría como pareja; en otra ocasión hice un monólogo de todo lo que odiaba en los hombres considerando sus rasgos como al más primitivo de la jauría.

Otra postal fue el momento en que le largué al acompañante de una forma corrosiva la descripción del espectáculo diario al que asisten las mujeres en su pérdida progresiva de la belleza y de tirar abajo todo intento de aventura comentando sobre cómo los buenos amantes se cansan de sus acompañantes.

Qué mejor cosa que firmarle el telegrama de despido sin indemnización placentera al que llegó con promesas de largo noviazgo, igual de esperanzador que eternos encuentros de aburrimientos bajo la ideología de lo correcto, haciendo caso omiso de sus buenas intenciones y desalentando cada intento de seducción. Efecto totalmente contrario al esperado, por lo que la sentencia fue por mensaje de texto.

La sinceridad fue la mejor herramienta para alejar a los hombres. A cierto señor que tenía por fetiche a las mujeres de rulos y lentes, la simple descripción de lo que buscaba no pudo ser más aterradora: alguien que no tenga miedo a envejecer, que enlace desde la palabra, que quite los miedos, que ame sin detenimientos. El desvanecimiento fue instantáneo.

¿La recompensa? Un siempre satisfactorio estado de conveniente soledad para seguir jugando al libre albeldrío.


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